El tragafuegos

El tragafuegos.
Oskar Santamaría, 2005
Oleo sobre lienzo

Tragaba fuego a escondidas, saboreando el combustible de aquella botella de plástico y expulsándolo con fuerza. Aquel dragón de ciudad no necesitaba cenar, ni pedir limosna para bebidas. Como las estufas a los pies de la cama, solo quería queroseno para quemar sus entrañas y poder seguir escupiendo fuego a los que se acercaban a echarle una moneda.

P´abernos Matao


No subimos más que una pareja de señoras cincuentonas, un barbudo con corbata acompañado de otro mejor trajeado,un abuelo vestido con ropas viejas y boina, dos amigas peluqueras al parecer despechadas, y yo.
Ella, ansiosa por empezar su primer viaje y por tomar entre sus manos el volante de ese enorme autobús, saboreaba aún la valeriana en su boca. Tras resoplar como dispuesta, metió la marcha y comenzó su brutal estreno. Un estreno que haría estremecerse y vomitar al mismísimo Walker.
Nada más salir de la parada, mirándola como de una gatita se tratase, colocó una pequeña isleta entre las ruedas, y sin dudarlo ni un momento aceleró haciendo que los bajos del autobús se quejasen más que las señoras de la primera fila.

-No la he visto.-Gritó con la mitad de la sangre del cuerpo en su cara.-¿Cuando la han puesto ahí?.
-Y a ti, ¿cuándo te han puesto aquí?-
Replicó el señor barbudo de la corbata.
-Lo siento, soy nueva.-Contestó mas bajito.

Pocos metros mas tarde, en la primera parada, se escuchó un ruido tan roto como su renovación de contrato, mientras que los nuevos pasajeros preguntaban con la mirada si estaban a tiempo de abandonar. Pero ella, ya se había puesto en marcha sin darse cuenta que el cambio de marchas y la suspensión habían muerto. Los próximos kilómetros los hicimos en primera y dando mas botes que la caravana de Ronald McDonal. Desde la calle los señores que miraban las obras dejaron de mirarlas, los niños que jugaban con sus balones dejaron de jugar. Y yo, arrepintiéndome de no haber llevado mi peluca azul para saludar por la ventana, cabizbajo, compadeciéndome de la nueva.

-Señorita, voy a vomitar hasta la cena de ayer- gritó el amigo del barbudo.
-Luego dicen que usemos transporte público...-le respaldó conteniéndose aquello de “la culpa es del gobierno”.

Ella, asustada, llamó a su jefe con una mano y con la otra dirigió el autobús a volantazos como Keanu Reeves en Speed 3, hasta que se detuvo en una cuneta y salió de su asiento para explicarnos la situación. Las peluqueras tenían cara de haber pasado mucho miedo.

-¡Ya esta bien!, si llego a saberlo no pago...-Gritó de nuevo el barbudo de la corbata. Mientras tanto, el abuelo que estaba sentado en la segunda fila, se quitó la boina y se levantó mirando hacia atrás:
-¿Os queréis callar de una puta vez?¿No veis que es su primer día?¿Qué pasa, que os han cambiado el traje por la educación?

Tres cuartos de hora después nos rescató otro autobús. Los trajeados se fueron en taxi.

Pensión González


Salía de la cocina sabiendo que su casa era el nido de los calentones con las faldicortas gijonesas, la ducha ocasional de un inmigrante, o en nuestro caso una superficie acolchada en la que reposar nuestra borrachera estas dos madrugadas.
Mas fría que la taza de un water público, alquilaba habitaciones en su pensión González para todo aquel con cara sospechosa o no, que pagase unos cuantos euros por noche. No dejaba expuestas mas que rancias porcelanas de bazar y caducadas flores de tela en su largo pasillo. Lo demás no era terreno edificable, sino la reserva privada de esta vulnerable residencia con llaves en la que viven los que no transitan.
Como en Royal Manzanares pero sin Lina Morgan, la casera cambia pensión para el cliente por pensión como jubilada, alquilando momentos desnudos, conversaciones privadas, y derechos a duda sobre tu vida y olores que cuatro tabiques sin puerta y un buzón extra esquivan.
Poco le importaba la inoportuna amabilidad de cinco jóvenes primerizos en hospedajes desairados o las habituales y espontáneas recomendaciones culturales de local a forastero. Solo reponer las promiscuas toallas y rehacer las silenciosas camas de sus clientes, haciendo tiempo a que otro día pase volviéndose a llevar el trabajo a casa.