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Con solo 8 años, tenía las manos plagadas de verrugas hereditarias. Tras varios tratamientos preventivos sin éxito, la curandera fue el último recurso.
Sus sospechosas dotes no la dejaban vestir normal, por eso escondió sus hombros bajo una mantilla negra y entró en casa sosteniendo un maletín como el de los médicos a domicilio. Además puso normas; entró en el salón y avisó a mis padres de que solo ella y yo podíamos pasar y asistir a aquel ritual. Me cubrió los ojos con un pañuelo morado que sacó de aquel bolso y me ayudó a acomodarme en el sillón. Pasó su mano cubierta de hiervas de intenso olor por mi frente y mis manos, y me hizo sostener unos ramilletes de algo parecido al tomillo.
No entendía nada de lo que decía. Me limitaba a permanecer callado mientras que aquella mujer susurraba rezos en latín y daba vueltas alrededor de la mesa. En cada vuelta, acercaba su dedo índice a mis manos y dibujaba una cruz. Cuando acabó aquella liturgia me dijo que tenía que quemar las plantas que mantenía.
Salió del salón y saludó a mi madre que con la cartera en la mano preguntó cuanto era.
-La voluntad.-Contestó ganándose el favor de mi madre.
Nuestra voluntad, tres mil pesetas. La suya, dos candelabros de plata que se "escondió" en el maletín.