Y yo, en el otro vértice.

Con las ventanillas bajadas, y el Bad de Michael Jackson a tope animamos la operación salida. Allí estábamos, siguiendo la tradición, los cuatro;

Albur, el conductor, el de rastas. Un tío noble que siempre tiene todo planificado. Con el tiempo se ha convertido en el que pone orden. Le encanta hacerse fotos, los juegos de rol, la electrónica y los kebabs. Odia el fútbol.

A su lado el eterno copiloto Jabi, su obsesión por la conducción le viene por ser hijo de profesor de autoescuela. De profesión informático, es quizás el más loco y divertido, también el primero en emborracharse. Le gusta la música y tocar la guitarra, el fútbol, cocinar con especias y llamar la atención. Odia el peine.

Atrás, a mi lado, asomando su cabeza entre las maletas: Simón, estudiante de ADE. De aspecto tímido, no se le conoce vergüenza. Es reservado, impulsivo, diplomático y buen amigo. Aunque es Navarrico, su obsesión siempre fue el athletic y todo lo que le rodea, incluido el bocata-purito en San Mamés. Le gusta comer, incitar a Jabi, bailar Sarandonga, y decir lo de "esto no lo voy a olvidar nunca".

Y yo, en el otro vértice.

Apenas llegamos a aquel cuchitril de albergue en Salamanca y ya habíamos cambiado de planes. Aunque Toledo era la primera propuesta, improvisamos y tomamos rumbo a Portugal; hacia Oporto. Por suerte encontramos la pensión barata que necesitábamos para invertir el dinero en comida típica.

Oporto es vieja, y pobre, con el modelo de expansión europeo. Pero ver desde lo alto el río Douro lo hace especial; también sus costumbres, su gastronomía, y quizás haber sido el marco de este gran viaje.



NOTA MENTAL: Las ganancias de Portugal por venta de toallas, se han convertido en pérdidas para las cadenas de hoteles.